Durante enero y febrero, disfrutá de las lecturas de verano: fragmentos del #LibroCafé.
“We are happy to serve you”. El saludo servicial impreso en un vaso de papel anima la duda en el cliente inseguro porque contradice la brusquedad de una camarera con mala cara o el apuro de un cafetero callejero que, en el despacho veloz de la bebida, hace rendir el negocio, en tanto la celeridad del consumo anime la rotación veloz de clientes: ¿están felices de servirme? Es el lema que se reproduce en miles, millones, ¡decenas de millones!, de vasos de papel por todos los Estados Unidos, vasos descartables que combinan los colores azul, blanco y dorado, que aparecen en todas las películas o las series yanquis donde se tome café, que se convirtieron en una imagen icónica de la americanidad al punto de que el diario The New York Times, en el obituario de la muerte de su creador, los definió como “un emblema tan vívido como la Estatua de la Libertad”: si es cierto que el vaso descartable es la más perdurable pieza efímera de Nueva York, en la síntesis de su diseño y en la brevedad de su vida útil resume dos condiciones del american way of life: precisión y fugacidad. “Estamos felices de servirle”, se imprime sobre la superficie cilíndrica de los vasos entre dos guardas de inspiración griega y con la tipografía que imita los caracteres del alfabeto cirílico, sólo para recordarle al bebedor que, en el fondo de cualquier vaso de café, se encuentra una cierta idea de la felicidad.
Mientras la calidad de la porcelana de la vajilla de los cafetines europeos era una prueba más de realeza y prestigio, en tanto la ceremonia del café exigiera un tiempo dedicado a la degustación y el parloteo, en los Estados Unidos se inventaba el vaso descartable que consagraba el espíritu sintético de una nación apurada y práctica: “Úselo y tírelo”. En 1907, un voluntarioso abogado de Boston llamado Lawrence Luellen había creado el vaso de papel moderno, tal vez inspirado en los chih pei de la antigua China imperial, donde el papel nació en el siglo II antes de Cristo y esos vasitos descartables se decoraban con una grafía exquisita y se usaban para tomar el té en las ceremonias menos exigidas de formalidad. Pero en la costa Este norteamericana a principios del siglo XX, el higienismo demandaba condiciones de asepsia y salubridad como control de las enfermedades y nueva forma de “rentabilidad”, según la definición del historiador sanitarista Georges Vigarello: “Un principio de ‘rentabilidad’ para reorientar los valores otorgados a la comida, a las bebidas, al aire respirado en el trabajo y en el descanso, a la limpieza de un cuerpo que necesita dejar penetrar el oxígeno por la piel”. Una nación pujante necesita ciudadanos sanos y fuertes que puedan producir. Preocupado por la transmisión de gérmenes a través del uso común de los vasos de vidrio en los bebederos públicos, en una noche de insomnio creativo, Luellen desguazó una resma para armar un vaso descartable con dos hojas de papel blanco. ¿El espíritu emprendedor es lo que hizo grande a los Estados Unidos? Un folklore yanqui se narra a través de las historias modélicas de hombres comunes convertidos en magnates gracias a la originalidad de una idea y la perseverancia en hacer de ella un negocio fabuloso y, entre todos ellos, se cuenta Luellen, que se asoció con la corporación American Water Supply Company para vender vasitos descartables por un centavo, sobre todo en los trenes: si es cierto que la consecuencia de la Guerra de Secesión que terminó en 1865 fue la explosión industrial norteamericana, en las décadas siguientes el hombre común necesitó más tiempo a bordo de un medio de transporte para llegar al trabajo y, ya montado en el vagón, el café en vasos de papel combatía el sopor que provoca el ronroneo de cualquier tren y lo mantenía despierto para poner sellos en una oficina de correos o para no perder un brazo en la operación de una máquina pesada.
¡Y las esposas! ¡Y las madres! Alertadas por la prensa de los males fatales que se escondían en los gérmenes y creaban el peligro más terrible (aquel que anida en el misterio de lo invisible), celebraron la salida al mercado de la Health Kup (la “taza de la salud”, escrita así, con “k”) de Luellen, veinte años antes del descubrimiento de la penicilina: acaso obsequiados con un ventajoso arreglo comercial, como los doctores de la televisión vespertina que recomiendan tónicos y pomaditas, los médicos de entonces promovieron en las revistas para el hogar aquel vaso de papel como “la última tecnología para beber sin arriesgar la vida”. En los trenes, en las fábricas y en las oficinas, hordas de trabajadores se entregaban al cotorreo de los ratos libres en la Era Dorada del Papel, acompañados por un vaso de café y la lectura de los diarios, las publicaciones modernas, como Vanity Fair, que apareció en 1913, o los best sellers que recuperaban el espíritu folletinesco de Dickens pero con temáticas de actualidad, como The Corner in the Coffee (“La esquina en el café”), el novelón escrito por Cyrus Townsend Brady que ubicaba una historia de amor, celos y traición en el codicioso mundo de la Bolsa comercial del café. En el prólogo, la amarga advertencia del autor: “Reuní tanta información sobre las especulaciones que se hacen con el café que tomé la solemne decisión de no tener nada que ver con él, salvo para beberlo”.
Siempre tónica y enérgica, la sociedad estadounidense se había definitivamente cafeinizado. Todo estaba a punto de hervor para la creación de un “tótem de la cultura pop”, como definió The New York Times al vaso de papel, cuando el joven Laszlo Büch pudo huir de la ciudad de Khust (entonces en Checoslovaquia; hoy, en Ucrania) y llegó a la isla Ellis, donde el papeleo migratorio lo rebautizó con el más americano Leslie Buck. Sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald en la Segunda Guerra Mundial, tenía veintipocos años cuando pisó América y era huérfano, porque sus padres habían muerto a manos de los nazis. Ya en Nueva York, con su hermano Eugene estableció un modesto negocio de importaciones, después fundó Premier Cup, una fábrica de vasos de papel inspirados en el invento de Lawrence Luellen, y más tarde se empleó como gerente de marketing y ventas en Sherri Cup, por entonces una pequeña papelera. Muy hábil para los negocios, Buck pronto advirtió dos cosas: que el anodino vaso blanco era más apropiado en su asepsia para el consultorio de un dentista que para una cafetería y que la mayoría de las cafeterías neoyorquinas eran manejadas por inmigrantes griegos. En una tarde del año 1963, desarrolló la versión 2.0 del invento de Luellen: un vaso de papel que, con sus colores azul y blanco, con sus letras doradas, con sus ribetes helénicos, con la guarda que replicaba el remate de los tres tipos de columnas que todos estudiamos en el colegio, dórico, jónico, corintio, recordara el arte clásico griego y conmoviera a los dueños de los bares en la nostalgia por el terruño lejano. Más intuitivo que virtuoso, él mismo se encargó del diseño y, con el trazo apenas trémulo del que no está entrenado en el dibujo, garabateó tres tazas también doradas, de las que emergen tres columnas de vapor, y que concluyen en el lema amable dispuesto en dos líneas:
We Are Happy
To Serve You.
El éxito fue instantáneo. En ese “estamos felices de servirle” se resumía la voluntad de progreso de una nueva generación de inmigrantes que buscaban hacerse la América no con fines de despojo o avivada: habían llegado para quedarse y para contribuir a la construcción de una potencia. El vaso fue bautizado con el nombre “Anthora” en tributo a la errática pronunciación de los europeos orientales de la palabra griega “ánfora” y se vendió hasta el cansancio (en 1994, Sherri Cup produjo 500 millones de vasos y en 2005, la Solo Cup Company, que había absorbido a Sherri, todavía vendía 200 millones por año). También fue copiado por papeleras de todo el mundo, que distribuyeron sus propias versiones. Y aunque el buen señor Buck nunca cobró regalías por su creación, las comisiones por las ventas no tardaron en convertirlo en un saludable millonario con una casona en Long Island y un condominio en la soleada playa de Delray Beach, Florida. En Nueva York, y pronto en otras ciudades muy cafeteras, como Seattle, Chicago o San Francisco, el vaso Anthora se convirtió en el sinónimo de tomar café, con hordas de transeúntes apurados bebiendo de parados o en camino a las oficinas, en discusión con el hábito europeo o porteño de eternizar una taza sentados frente a la mesa de un bar.
El buen señor Buck murió en abril de 2010 y mereció un extenso obituario en el diario más influyente del mundo y minutos de homenaje en las tertulias televisivas, y pudo ver cómo su invento formó parte de la colección de objetos de los museos modernos, aunque los fundamentalistas del buen beber despotriquen contra el cartón como reemplazo de la taza cónica de porcelana, con el fondo curvo para que la crema se extienda bien y no pierda nada de la textura, la espesura y el color, y siempre de blanco para que el ojo del buen catador pueda apreciar los tonos de la espuma y la bebida. El diseño retro-helénico del vaso Anthora ya no se ve tanto por las calles citadinas como en lo más próspero del siglo XX, pero todavía sobrevive en restaurantes ruteros, delis o carritos de café, aunque su influencia más notable perdura en el imperio de lo descartable.