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El coffee break, 15 minutos eternos de fama

Durante enero y febrero, disfrutá de las lecturas de verano: fragmentos del #LibroCafé.

Coffee Break vintage

La pausa son quince minutos: ni uno más ni uno menos. En el minuto dieciséis, el cerebro empieza a perder el estímulo energizante de la cafeína y, ahí donde un jefe de personal siga viendo el coffee break como un derroche de tiempo, el sopor que embarga al empleado le terminará dando la razón: según estudios de la Universidad de Copenhague publicados por la muy específica revista Symbolic Interaction, la “pausa para el café”, toda una institución en las oficinas del hemisferio occidental, disminuye el estrés y mejora la salud mental: un alto en la tarea burocrática o repetitiva cumple “importantes funciones psicológicas y sociales en los centros de trabajo”, pero así como no deba interpretarse jamás como una mera pérdida de minutos (el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el admirado MIT por su sigla en inglés, demostró que la costumbre de generar una pausa para interactuar con colegas afuera de una sala de reunión aumenta la productividad un 8 por ciento), tampoco debe durar demasiado: si un jingle de la publicidad argentina en su etapa más virginal repetía en la tanda “la pausa son cinco minutos…” para tomarse un té, en el coffee break se admiten hasta quince. Mientras los expertos en insomnio recomienden dormir siestas de veinte minutos como máximo para no caer en la profundísima fase REM del sueño, la pausa para el café que dure más de quince también sería contraproducente, en tanto se nos haga más seductor prolongar la cháchara ociosa y más difícil volver al trabajo. 
Me duermo. Es inevitable. Ni la amenaza de golpearme feo la frente contra el escritorio impide que después del almuerzo mi vida productiva se reduzca al cabeceo. La angustia del deadline, esa neurosis común a todos los periodistas que trabajamos a plazo fijo, no me aleja de la siestita abúlica: más bien, la carga de culpa por el trabajo incumplido. Entregada al estudio de lo cotidiano, hace un par de años la ciencia concluyó que la mejor hora del día para tomar un café es la 14:16. Aun frugal, el almuerzo nos hunde en un bajón físico y anímico mientras dure la digestión y que hace de la cafeína un estimulante imprescindible para continuar con la jornada laboral… a la que todavía le falta la mitad. En pleno sopor, se impone entonces el coffee break y, aunque uno pueda suponer que existe desde que se entrega un salario a cambio de una labor, o desde que regalan biromes con logos mal impresos en las convenciones, en realidad la pausa para el café nació en 1902, cuando la empresa yanqui New York’s Barcolo Manufacturing Company, establecida en la ciudad de Buffalo, fue la primera en consagrar un derecho laboral no escrito pero aceptado. En aquel entonces dieron cinco minutos de descanso para los empleados. Ni uno más ni uno menos. Y aunque se apreció como una módica conquista de los trabajadores, recién el boom del café instantáneo haría del coffee break un hábito alumbrado al calor de las máquinas que convirtieron a los Estados Unidos en una potencia industrial.
En 1947, los amigos Lloyd Rudd y Cyrus Melikian, que eran ingenieros mecánicos y entusiastas inventores, consiguieron los fondos suficientes para poner en funcionamiento la primera máquina expendedora automática de café, un invento que revolucionaría las oficinas al convertirse en el epicentro de una vida social regulada por sus propios códigos, que no son los de los escritorios o los despachos: el pasillo es una tierra de nadie donde las jerarquías se diluyen como el grano molido en agua caliente y los rituales del cortejo o el comentario insidioso alientan romances furtivos o celos profesionales. La empresa Rudd-Melikian Inc. presentó la máquina Kwik Kafe, un juego de palabras (“café rápido”) que, en la promesa de velocidad en la preparación y el consumo, gozaba de la aprobación del señor gerente, siempre preocupado por aumentar la eficiencia. La percolación de café en polvo y agua caliente se ofrecía con un eslogan muy convincente (“¡el café se prepara en tres segundos!”) y ayudaba a cumplir con el ritmo febril-fabril de la oficina moderna. Hijo de armenios, el ingeniero Melikian dedicó su vida a perfeccionar las máquinas de vending, como se llaman en la industria, y a crear otros inventos cafeteros con su loable objetivo de “llevar la infusión al gran público americano”, como los pods de café, esas cápsulas blandas de papel parecidas a los saquitos de té que se insertan en las cafeteras domésticas, o los molinillos de granos que funcionan adentro de portentosas máquinas industriales. En el primer año de su emprendimiento vendieron trescientas máquinas y después aparecieron otros fabricantes competidores: a fines de 1951, en los Estados Unidos había más de 9.000 expendedoras automáticas y para 1955, más de 60.000, alimentando una mística del progreso tecnológico que resumía en Los Supersónicos una idea de cómo los yanquis se veían en un futuro cercano, y creando una liturgia laboral alrededor del café que, muchos años después, en la serie televisiva The Office se mostraría como propicia para el cotilleo laboral. “La máquina expendedora colaboró en la institucionalización de la tradición norteamericana más venerada”, escribió Mark Pendergrast: “La pausa para el café”.
Por esos años el coffee break obtuvo su nombre propio. Fundada a fines de la década del ’30 para cabildear a favor del comercio entre seis países latinoamericanos productores del grano y los Estados Unidos, la Agencia Panamericana del Café lanzó su campaña publicitaria más ambiciosa en 1952, cuando destinó 2 millones de dólares para inundar la radio, los diarios, las revistas y la televisión (que ese año ya había llegado a 16 millones de hogares yanquis, donde se veía un promedio de seis horas diarias) con una frase contundente: “Bríndese un coffee break y vea lo que el café le brinda a usted”. La publicidad proponía un trueque conveniente: quince minutos de tiempo a cambio de la inyección de vitalidad y lucidez que ofrece la cafeína. Siempre en la búsqueda de alumbrar fenómenos, la retórica publicitaria bautizó la costumbre finalmente instalada: en aquel 1952, casi el 80 por ciento de las empresas ya había consentido la pausa para el café, una práctica no muy extendida antes de la guerra. El coffee break se popularizó en universidades y en oficinas, en reparticiones públicas y en hospitales. Se asumió como el momento más esperado en congresos y convenciones. Después de la misa de los domingos, aparecía una nueva forma de comunión cada vez que los fieles se reunían con los pastores para intercambiar comentarios piadosos en una pausa de café. Para fines de ese año, Charles Lindsay, director de la Agencia Panamericana del Café, escribió: “En muy poco tiempo, la pausa para el café recibió tanta publicidad que se convirtió en parte de nuestro lenguaje”.
La muy fotogénica revista Look, de la que el enorme Stanley Kubrick era reportero gráfico de planta antes de debutar como director de cine, resignó algunas de sus páginas dedicadas a las estrellas de Hollywood para consagrar la moda del café que tomaba por asalto a los Estados Unidos: “El café y el postre aumentan la asistencia a las reuniones municipales. Las tertulias con café reúnen fondos para una orquesta sinfónica. El café se une al té como vehículo para las charlas entre padres y maestros, estimulados por lo fácil que resulta servir café instantáneo para grandes grupos”. En la facilidad de su preparación y la rapidez de su consumo, el café se había consagrado como la bebida de la vida pública acaso como nunca antes: tanto, que en la campaña del general Dwight Eisenhower para alcanzar la presidencia en 1953, y con el objetivo de mostrarlo a los electores menos rígido que en la guerra y más relajado en un clima hogareño típicamente norteamericano, sus asesores organizaron numerosos encuentros privados con votantes y donantes en fiestas bien regadas con el noble producto del grano, en lo que ingeniosamente llamaron “Operación taza de café”.

Podés leer esto y mucho más en el #LibroCafé: de Etiopía a Starbucks, la historia secreta de la bebida más amada y odiada del mundo.

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.